ESTABLECIMIENTO DE MISIONES JESUÍTICAS EN BAJA CALIFORNIA Y LA APORTACIÓN DEL PADRE LORENZO CARRANCO EN LA MISIÓN DE SANTIAGO DE LOS CORAS AIÑINÍ.

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Hablar en cualquier foro de la historia de México, de alguna de sus regiones o de algunos acontecimientos de la evolución social y cultural -incluyendo la economía, el gobierno y la política- para exponer sobre la rebelión indígena de 1734, en este caso particular apenas a once años de que se cumplan tres siglos de este suceso, es ante todo complejo, por decir lo menos. Pero hacerlo ante un grupo donde se encuentran estudiosos y profesionales de la historia, no es solo complicado, sino sumamente comprometedor. Sin embargo, el honor de atreverse a ello, es muy grande para su servidor.

Solamente como un interesado he aceptado la gentil invitación para estar con ustedes en esta importante biblioteca y repositorio de la cultura cholulteca, poblana y nacional.

No quisiera repetir lugares comunes del tema sobre el que -ante todo- más me gustaría reflexionar en voz alta ante ustedes.  Por lo tanto, solo me referiré a hacer algunos planteamientos y opiniones personales que en su mayoría tienen su asiento en lo poco que he leído e investigado de este tema apasionante que considero forma parte de la cultura sudcaliforniana (sobre todo de su literatura y su historia): el establecimiento de las misiones jesuíticas y la aportación del padre Lorenzo Carranco Barrientos, de consabido origen cholulteca (1695-1734).

Los datos censales disponibles en las crónicas de los propios misioneros jesuitas sobre la población peninsular existente en 1697, muestran un territorio sumamente despoblado al inicio del establecimiento de las misiones en la región que sería conocida como Las Californias. Cifras y cálculos coinciden en señalar que vivían de cuarenta a cincuenta mil personas en un territorio -solo para la península- de 143 mil 780 kilómetros cuadrados de superficie, con una longitud de más de 1, 200 kilómetros.  Dividida políticamente la península le corresponden a Baja California 70 mil 113 kilómetros cuadrados, y a nuestra entidad, Baja California Sur, 73 mil 667 kilómetros cuadrados. En el caso de Baja California Sur, ocupamos el segundo lugar nacional con menos población absoluta, y la que tiene la menor densidad de población.

Nuestra península que se localiza en el noroeste mexicano es clasificada como Aridoamérica, y durante siglos se le consideró una isla.  Esa circunstancia favoreció su aislamiento y condicionó también su desarrollo que no superó la prehistoria.  Comparado con el nivel de desarrollo alcanzado por los mayas y los aztecas, el nivel de nuestros indígenas llamados californios  al momento del encuentro con los europeos se encontraban en la barbarie (corriente ecofuncionalista, cazadores recolectores y su relación con la tierra).

De ahí nos podemos imaginar lo que desde la visión teológica de los jesuitas les alentaría, primero para conseguir el permiso real y después para trabajar por hacer de las tierras californianas, la Ciudad de Dios, conforme lo planteó el doctor de la Iglesia San Agustín de Hipona en su libro del mismo nombre a principios del siglo V, y a poco más de un siglo de la fundación de la Compañía de Jesús en 1534;  más allá de la situación geopolítica de la misma península que no pareció vislumbrar oportunamente ni el virreinato ni la corona española, sino hasta ya avanzado el siglo XVIII.

La perseverancia de los misioneros Francisco Eusebio Kino y Juan María de Salvatierra logró sus frutos al conseguir la cédula real que finalmente concedió el 6 de febrero de 1697 el virrey José Sarmiento y Valladares, y que a la postre solo el segundo, Juan María de Salvatierra, concretaría como presidente de los misioneros y fundador de la misión de Nuestra Señora de Loreto Conchó el 25 de octubre de 1697, y cuyo establecimiento sería conocido como Cuna y madre de Las Californias.

Logrado el establecimiento de la primera misión permanente en Las Californias, seguramente en una bahía cercana a la misión establecida por el padre Eusebio Kino de 1683 a 1685, en la ensenada que llamaron San Bruno.  En esa bahía de San Dionisio se ubica  geográficamente lo que sería el puerto de Loreto, casi exactamente  a la mitad de lo que a partir del 8 de octubre de 1974 es nuestro estado de Baja California Sur, y de donde  a partir de ese año de 1697 se haría la expansión de las misiones hacia las parte norte y sur peninsulares.  Y con la llegada de la orden de los franciscanos en 1768, se cubriría toda la península y la llamada Alta o Nueva California.

Pero interesante resulta que de este mismo lugar, de Loreto, se emprendería ahora sí como una estrategia geopolítica de la Corona Española, con la personalísima presencia del Visitador General José de Gálvez, la expansión hacia el norte peninsular, atravesando toda la península y llegar a la parte del macizo continental septentrional, inmediatamente después de la expulsión de 1768, bajo el mismo esquema misional, pero ahora bajo la orden de los franciscanos dirigidos por Fray Junípero Serra, estableciendo a su paso la primera y única misión franciscana en el ahora estado de Baja California, la de San Fernando Velicatá  en el año de 1769.

La orden de los franciscanos que sustituyó a los jesuitas en la Antigua o Baja California, fue solo de paso, pues en 1772, por convenios entre las órdenes religiosas y el virreinato, llegaron los domínicos a reemplazarlos en toda la península, siguiendo los franciscanos su camino y expansión a partir de la fundación de la misión de San Diego de Alcalá, en julio de 1769, y otras veinte misiones más, la última de San Francisco Solano en 1823.

Ya siendo México un país independiente, teniendo el estatus de territorio de Las Californias, su jefe político el coronel José Mariano Monterde emitió en 1830 un decreto secularizando las misiones comprendidas entre San Borjas y San José del Cabo (HBC.-PLM.- pág. 344), tres años antes de que el gobierno central a cargo de Valentín Gómez Farías secularizara todas las misiones de Las Californias, el 17 de agosto de 1833. (HBC.-PLM.-p. 345).

Pero regresando en el tiempo del régimen misional jesuita,  un historiador norteamericano que estudió  la obra jesuítica en Las Californias durante casi toda su vida profesional, señalaba que fueron 58 entre frailes y hermanos coadjutores, los que fundaron 20 misiones durante 70 años.  (en pantalla el mapa de Baja California y las misiones).

De ahí que revisando los pormenores del régimen jesuita en la parte más austral de Las Californias, actualmente la región comprendida de los municipios de La Paz y de Los Cabos, donde se fundaron las misiones de Nuestra Señora del Pilar de La Paz Airapí, en 1720;  la de Santiago de los Coras Aiñiní, en agosto de 1721;  de San José del Cabo Añuití, en abril de 1730; y la de Santa Rosa de las Palmas (Todos Santos), en 1733, es la zona que desde los años setenta del siglo pasado registra el mayor crecimiento demográfico, por la atracción del turismo con sus pros y sus contras.

El 24 de agosto de 1721 se  fundó la Misión de Santiago Aiñiní, efectuada por los padres, el siciliano Ignacio María Napolí y  el aragonés Jaime Bravo.  Fueron acompañados por el capitán Esteban Rodríguez Lorenzo, encargado del presidio de Loreto y algunos soldados, de donde habían salido por mar el 21 de julio de 1721,  y  con poco más de diez días de travesía llegaron a la misión de Nuestra Señora del Pilar de La Paz, para de ahí salir rumbo a su destino, el 2 de agosto del mismo año.

En agosto de 2021, cumplidos tres siglos de la fundación de la Misión de Santiago, tuvimos la fortuna de reeditar -a nombre del Ayuntamiento de Los Cabos- un trabajo de recopilación documental de los jesuitas Miguel del Barco, Miguel Venegas y Francisco Javier Clavijero sobre la entrada y la fundación de la citada misión; y por supuesto sucesos relativos a dicha misión, posteriores a la rebelión de los indígenas en 1734.  La región ya había sido identificada por el carmelita Fray Antonio de la Ascensión, desde 1602; también por el misionero Jaime Bravo, en 1708.

Este libro, de la autoría de don César Osuna Peralta, sudcaliforniano que vivió en el pueblo de Santiago, y que fuera un notable autodidacta amante de la historia peninsular, representa un valioso auxiliar para introducirnos al estudio de la evolución del régimen misional en Los Cabos, ya que la misión de Santiago fue la primera que se estableció en la ya comentada próspera región turística de Baja California Sur y de México. Tuvo, don César Osuna Peralta, como delegado de gobierno en Santiago, la oportunidad de trabar amistad con un célebre antropólogo norteamericano, el doctor William C. Massey, quien estudiando vestigios arqueológicos y antropológicos de los indígenas pericúes, los clasificó como la cultura de las palmas. Por su aporte,

William C. Massey juega un papel fundamental en el desarrollo de la arqueología peninsular. Siendo estudiante de Alfred Kroeber, realizó trabajos de campo en Baja California durante los años 1940-1950, principalmente en el área de Magdalena y La Giganta, así como en la Región del Cabo.  El doctor Massey inició una serie de reconocimientos arqueológicos que pueden ser catalogados como los primeros trabajos metodológicos realizados en Baja California; estos le permitirían, más tarde, proponer un esquema dinámico de población y las secuencias culturales de la península. (Arqueología de la Sierra de San Francisco.-Op.Cit. pp. 50 y 51).

La rebelión pericú de 1734, descrita por el misionero Segismundo Taraval en su obra,  fue el más sonado y cruento suceso, tanto por el martirio de los misioneros  Carranco y Tamaral  -tristemente porque son los  fundadores de las misiones de San  José y Santiago, respectivamente-,   como  porque  la represión alcanzó no solo a los líderes de la asonada, sino a la etnia pericú de manera mayúscula. De este libro La rebelión de los californios 1734-1737, me llama la atención la expresión en la introducción hecha en la versión editada por el Instituto Sudcaliforniano de Cultura en 2017, que es referida de la primera edición madrileña, donde se sostiene en referencia a la  dosis de objetividad mostrada -según el editor sudcaliforniano- por Sigismundo Taraval señalado como un cronista que está del lado de una de las partes involucradas en la situación. La expresión que es más bien un juicio es la siguiente:

Otra cosa más es evidentemente cierta: la prudencia es en Taraval una virtud de que carecieron los mártires, y que finalmente le permitió contarnos de esta forma los sucesos.

Yo creo que es difícil sostener interés por la historia peninsular sin encontrar en el sistema misional jesuita las bases del desarrollo de la cultura occidental en Las Californias. Y pasar sin percibir la importancia de la rebelión pericú, en el actual municipio de Los Cabos, es verdaderamente inconcebible. Pero de ahí a reducir el planteamiento de rebeldía de los indígenas llamados californios por los misioneros, a solamente la rebelión de 1734, es quizás no tanto desconocimiento, sino manipulación.  Porque, como se sabe, esas rebeliones continuarían en 1740, en San José del Cabo, Santiago y Todos Santos (Codigo Clementino  p.24).

Vale también reconocer que la resistencia venía de años atrás. Tan solo en las cartas del padre Juan María de Salvatierra se da cuenta del violento recibimiento que diversas bandas o rancherías de las inmediaciones de Loreto, les hicieron a ellos, días antes de fundar la misión en octubre de 1697.

Si nos vamos más atrás, más de siglo y medio, en 1533, la primera expedición enviada por Hernán Cortés a buscar islas y tierras en la Mar del Sur para el monarca español, la comandada por Fortún Jiménez, fue atacada por los indígenas guaycuras, quienes les habían recibido pacíficamente en el lugar propiamente donde Cortés, en mayo de 1535, fundaría la Bahía de Santa Cruz, antecedente fundacional de La Paz, capital del Estado de Baja California Sur. La causa fue que los españoles abusaron o quisieron abusar de las mujeres indígenas, matando a casi todos los expedicionarios, incluido el almirante, y los que se salvaron pudieron llegar a la contracosta para informar de lo sucedido al Capitán General de la Nueva España.

De esa manera el almirante Fortún Jiménez es reconocido como el descubridor “accidental” de la península.

Otra rebelión fue la ocasionada en 1683 por el Almirante Isidro Atondo y Antillón, en las inmediaciones de La Paz, (Kino y Matías Goñi lo acompañaban) quien con alevosía mató a diez guaycuras a quienes había invitado a un festín (HBC.-PLM.- p. 116).

Cito  la rebelión de los indígenas llamados californios por los misioneros, por virtud de que no obstante que  la extinción de nuestros indígenas peninsulares se dio por causas diversas dentro de las que destacan las enfermedades infecciosas, el propio cambio de vida y de sus costumbres  que exigía la vida de misión que era contrario a lo que por cientos y quizás miles de años, nuestros indígenas mantuvieron,  y que es señalada como la causa principal para su extinción.

La violencia y el odio son oprobiosos vengan de donde vengan-.  Los Mártires, como los llamamos en Baja California Sur, sin rebelión pericú, no habría Misioneros Mártires. La violencia genera violencia, hasta que alguien rompe esa cadena.  Y así podríamos ir concatenando sucesos, no sin antes tomar partido, que no es el objetivo de la historia como disciplina o ciencia.

En mi opinión se trataría de que la investigación histórica, arqueológica y antropológica que debe continuar, por lo menos produjera resultados interdisciplinarios a partir de evidencias. Ello, por supuesto, sin dejar de mencionar, como se afirma en el libro Arqueología de la sierra de San Francisco, de María de la Luz Gutiérrez y Justine R. Hyland, que el marco teórico dominante para el estudio de los grupos cazadores-recolectores ha estado dominado por la ecología cultural y en menor medida por las perspectivas marxistas:

Siguiendo la teoría de la ecología cultural, el carácter lenitivo de la territorialidad entre grupos cazadores-recolectores, fue argumentado por ser adaptativo, puesto que, con movimiento, permitió a los pueblos hacer frente a fluctuaciones de recursos, y de esta manera, ayudar a regular la densidad de población local.  El aspecto social ligaba tales movimientos alentando la integración de circuitos seguros y exhortando un flujo continuo  de información acerca de los pueblos y los recursos, que a su vez permitió un ajuste continuo de la población a los recursos alimenticios a fin de prevenir la sobrexplotación.

Cito lo anterior porque, aunque siempre y en cualquier tiempo hay ideas e intereses encontrados en la interpretación de la historia, ningún país, región o localidad escapa a ello. En los últimos años se ha venido expresando y conformando una corriente de opinión que tiende a ver en nuestra historia regional (microhistoria, en la voz de Luis González y González) de la península y de Baja California Sur y de Los Cabos, el viejo dilema de vencedores y vencidos, de dominadores y dominados,  de conquistadores y conquistados, pretendiendo la  actualización de un debate que no conduce a mayor conocimiento histórico, sino a confrontación y división, y que a veces se logra.

Un pretendido debate que periódicamente resurge en nuestro país, respecto de la valoración del descubrimiento de América, del Encuentro de dos mundos, de la conquista por los españoles dirigidos por Cortés, y que reavivan viejos agravios y heridas que a más de cinco siglos no logran ni olvidarse ni cicatrizar.

Ese pretendido debate es el que a primera vista buscan reeditar en Baja California Sur algunos historiadores e interesados en la historia de la península o de Las Californias. Otros que aprovechando esta circunstancia al calor de las disputas políticas desearían permear en la opinión pública peninsular, intentan alentar opiniones separatistas del lado mexicano, para promover la unión de Las Californias como un país independiente, al menos de México.  Parece que no conocen el proceso de separación de Texas en 1836, y lo que también les pasó a los mexicanos que vivieron en el septentrión del ahora estado norteamericano de California, antes de la invasión norteamericana y la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo, precisamente en febrero de 1848.

Y como la evolución social de la humanidad, la historia como disciplina y como ciencia, se va hilvanando, tejiendo o destejiendo, resulta que quienes por una parte destacan las bondades y lo paradisíaco en que vivían las culturas autóctonas antes del descubrimiento, la conquista, la colonización, y en nuestro caso, al grado de la idealización, y pregonan la casi total extinción de nuestros indígenas californios, lo que considero un hecho extremadamente lamentable, y al mismo tiempo anhelan en su discurso regresar a aquellas épocas,  son los  que denigran y desprecian el resultado de ese encuentro, esa conquista, esa colonización, haciéndola exclusivamente  responsable del avasallamiento y destrucción de nuestras diversas culturas -que en muchos modos, insisto, lo fue de manera oprobiosa- y que me parece una construcción ideológica que produce en el menor de los efectos conflictos de conciencia, porque parten de una argumentación teórica utilizada para que se tome una posición de rechazo respecto a estos temas que siguen siendo neurálgicos y discutidos académicamente, ahí sí, por expertos e investigadores de la materia histórica.

Están en su derecho de pensar y de expresarse así. Pero reducir un asunto tan complejo y difícil de resolver como una verdad histórica prevaleciendo solo un criterio de opinión en lo público; de continuarse con esta tendencia para confrontar y tergiversar contenidos históricos con intereses particulares y fines distintos a la historia; y si no superamos el maniqueísmo político el debate de ideas será estéril.

Visto por el lado positivo, lo deseable sería que los no especialistas -la ciudadanía, sobre todo- se interesen en estos temas de la historia y de nuestra realidad, buscando saber más de lo que apenas si se explica en la educación básica nacional, para procurar que con contenidos educativos y enseñando a pensar, vayamos elevando de nivel el debate.

En mi opinión, el caso que más se ha cuestionado, sin que sea un tema que preocupe a las mayorías en Baja California Sur, es este proceso de extinción de nuestros indígenas autóctonos. Pero este proceso de extinción, que se explica por varias causas, entre ellas la represión desatada por la rebelión pericú, no deben descartarse consideraciones de científicos en el tema acerca de las causas de muerte, que como en cualquier sociedad y tiempo, se han generado, y que hasta en la época actual que cuenta con métodos más modernos y científicos, sigue siendo incierto conocer realmente dichas causas, sobre todo en procesos de epidemias y guerras:

Las causas de muerte que se aducen pueden ser consideradas en función de la posición política, del patriotismo y según el punto desde el cual se las mire. Así, desde el lado ruso, la famosa invasión de Napoleón Bonaparte de 1812 acabó cuando sus 600 000 hombres fueron derrotados por los valerosos 250 000 rusos. En cambio, desde el punto de vista de los estrategas militares neutrales, los heroicos defensores fueron ayudados por el fríio, porque Napoleón, seguro de una rápida victoria durante la primavera-verano no se equipó para el invierno que los atrapó.(La muerte y sus ventajas. Marcelino Cereijido y Fanny Blanck-Cereijido).

Incluso, en nuestro caso, se ha llegado a negar que existió mestizaje, cuando los mismos cronistas jesuitas de hace más de dos siglos refieren haber encontrado indígenas de color bermejo o mulatos, como en el caso de Chicori y de Botón, líderes de la rebelión de 1734.

Más que duda razonable es difícil sostener esta ausencia de mestizaje, más en la península y en la región de Los Cabos, pues recordaremos que aún sin haber misiones la ruta de la Nao de China (1565-1815) que tocaba tierra en el Cabo San Lucas (Estero Añuití) fue punto de contacto con los pericúes, ya para 1730, año del establecimiento de la misión de San José, se produjo un mestizaje negado por algunos historiadores, pero reconocido por otros, por lo menos un mestizaje exiguo  que alcanzó a todos los pueblos de misión, y que a la expulsión de los jesuitas y al inicio del gobierno civil, facilitó la diseminación de lo que llamamos el ranchero sudcaliforniano a lo largo de la península de Baja California, y el asentamiento de pescadores en las costas sudcalifornianas.

Para este que se pretende mantener como discurso histórico sobre la extinción indígena, provocado por las misiones y el hombre blanco es que se quiere reforzar ese discurso de oposición a la cultura occidental traída por los españoles, y en momentos de manera velada, pero abiertamente, la crítica a la religión católica y a quienes ejercen su ministerio, para arribar conforme el tiempo y algunos descuidos, a un materialismo y un relativismo, que por el lado opuesto se ha dado en llamar las batallas culturales del siglo XXI.

En síntesis, el discurso que rechaza no solo la forma, los procedimientos utilizados y los resultados de los misioneros jesuitas  en la Antigua California hacen también apología de nuestras culturas autóctonas, merecedoras de nuestra admiración; y eso no solo provoca oscuridad para el conocimiento de la evolución de nuestros pueblos, sino que se confronta con la institución de la doctrina católica que sentó las bases de la cultura occidental en Las Californias, y por supuesto, elevan a calidad de héroes a quienes dieron muerte a los jesuitas Lorenzo Carranco en la misión de Santiago y a Nicolás Tamaral en la de San José del Cabo. Y creo entender que el objeto de la historia no es inventar héroes o señalar villanos; es conocer el pasado como fue, hasta donde las evidencias lo permiten, evitando el escarnio y la apología de vencidos o vencedores. Es la historia un pasado que se interpreta y que se puede cambiar conforme las ideas, los fines y las herramientas teóricas de quienes la escriben. De ahí su valor y su aportación.

En eso sintetizaría mi postura ante la historia. Y en el caso de la aportación realizada por ambos mártires, sus nombres están inscritos en la historia peninsular.  Fueron seres humanos fieles a los designios de su fe y su cultura, convencidos que a través de la misma, nuestros indígenas pericúes superarían los siglos de atraso en todos los órdenes de la vida humana que tenían, pero también que aprendieran las tecnologías de su época, dejaran los montes y sus costumbres.

Contrariamente al pretendido debate sobre la historia de estos sucesos, en los pueblos de Santiago y Miraflores y la zona rural del norte de Los Cabos, sigue latente el martirio de Carranco y Tamaral.  No obstante concentrar en estos pueblos una minoría respecto a la cantidad de habitantes de San José del Cabo y Cabo San Lucas, las dos ciudades turísticas, la mayoría profesa el catolicismo y preservan sus tradiciones, fiestas patronales y gastronomía heredera de nuestros indígenas pericúes y de la época misional.

Son principalmente ganaderos y rancheros, ejidatarios y pescadores que descienden de la gente de misión y constituyen la que hemos dado en llamar comunidad originaria sudcaliforniana de Los Cabos, que por su condición y actividad son ajenos a las discusiones ideológicas que se confrontan, y que sí tienen referencias de la rebelión pericú, de los mártires pero no toman partido y menos asumen juicios condenatorios.

En el caso del padre Lorenzo Carranco, primera víctima en su ministerio, aún en la justificación de la rebelión no es digno de encomio su martirio, porque se estaría alentando una cultura de odio y de venganza, de criminalidad y de empoderamiento violento que no corresponde a la educación consciente de los seres humanos.

Por si fuera poco, en la medida en que se avance en la investigación en archivos, seguramente saldrán nuevas vetas y contribuciones del padre Carranco, como es la realizada en  el año de 1984 por  los eruditos mexicanos Luis González Rodríguez y María del Carmen Anzures Bolaños,  y que plasmaron en su libro Ignacio Tirsch S. I. (1733-1781) Pinturas de la Antigua California y de México, donde destacan la importancia del informe de la Misión de Santiago de 1729 a1730, elaborado por el padre Carranco quien estuvo desde 1726 sustituyendo al padre Ignacio María Napoli documento de gran valía por el pormenorizado desglose de la situación de aquella misión y de las quince rancherías que la componían. Ese libro fue publicado en castellano, en el año 2015.

Algo sucede en los pueblos que surgieron originalmente de las misiones jesuitas, las que por una razón de vida se ubicaron cerca de un manantial o aguaje.  Es el caso de las misiones de Santiago y San José. Ahí se palpa un ambiente social permeado por la naturaleza, piedras, arroyos y palmares, aves, flora y fauna endémicas, que pueden evocar los esfuerzos y los sacrificios, unos de parte de los indígenas pericúes por su sobrevivencia y de los misioneros y ayudantes por sentar las bases de una civilización que conservase lo mejor de las dos culturas, la de los nativos y la de los recién llegados hace más de trescientos años. Y aunque hay sucesos cruentos, situaciones graves que lamentar, el resultado es una comunidad en cada lugar, que se distingue de las zonas urbanas de Los Cabos que vienen creciendo a pasos acelerados desde los años setenta del siglo pasado, la mayoría mexicanos del centro de México.  No es solo el paisaje natural de la Sierra de la Laguna, es algo más complejo, que quizás no puedo describir. Pero se lleva en la sangre y en el corazón, en la genética de muchos de nosotros, la sangre de quienes quisieron conservar sus raíces y de quienes quisieron cambiarlos para que -en su visión y entender- tuvieran una vida mejor. A mi juicio ambos grupos estaban en lo correcto, pero las circunstancias se impusieron, y no obstante la extinción como etnia, el producto son pueblos históricos que requieren ser preservados, más allá del viejo dilema de conquistados y conquistadores, porque  no sirve de nada mantener el rencor y el afán de venganza, porque así como en lo personal eso nos enferma del cuerpo y de la mente, a los pueblos los divide y los confronta, provoca malestar social y desencuentros, en lugar de unión.

Carranco y Tamaral son prototipos del misionero católico ideal, que dieron su vida por una causa justa en la que creyeron. Rechazaron la violencia y el odio, pero fueron víctimas de ella; predicaron la vida del Señor Jesucristo y siguieron su ejemplo de enseñanzas para una nueva vida atendiendo a indígenas agrupados en rancherías, y dieron resultados dignos de alabanza porque buscando salvar almas: eso creo y estoy seguro, como católico. Y en mi papel de aficionado de la historia me gustaría asumir una actitud de neutralidad ante los sucesos históricos.

Entonces, también en mi opinión, considero que a quienes nos interesa la historia en lo general y la microhistoria de nuestras localidades y familias, dejar la palestra para que unos cuantos marquen la línea sobre quienes son los buenos y quienes los malos en la historia, estigmatizando a unos y alabando a otros (a conveniencia) nos aleja de la verdad histórica que se nutre de evidencias y de argumentos lógicamente establecidos con metodología rigurosa, y que en el caso de Baja California Sur, se encuentra en las pinturas rupestres de Gran Mural de San Francisco de la Sierra y en los vestigios funerarios, como los de El Conchalito que no se ven, contrariamente a las monumentales obras mesoamericanas como las majestuosas pirámides de Cholula o del Valle de México, pero a los especialistas les permiten deducir conocimientos pioneros sobre nuestro pasado indígena, que en los últimos treinta años han venido avanzando, abriendo senderos de investigación.

De ahí que como un sudcaliforniano que quiere conocer la historia de su patria chica, para conservar lo bueno de tradiciones y costumbres, procedan del pasado indígena, de la etapa misional, del mestizaje, de nuestros rancheros y pescadores, de los procesos de neocolonización que se siguen abriendo por procesos productivos en zonas que se conservan virginales en la media península, espero no haber llegado tarde.

Soy de la idea de que sea la historia con evidencias, no exenta de poesía, como escribió Marc Bloch, la que se siga escribiendo, pero no una historia manipulada y usada a conveniencia con fines distintos a unir a una sociedad que sigue ávida de cultura identitaria, más cuando como en Los Cabos la pluralidad de miles de hermanos indígenas y afromexicanos que siguen llegando a buscar una vida mejor, como de extranjeros que radican en un buen porcentaje estatal.  En este sentido, necesitamos promover, difundir, educar a nuestra comunidad, sobre todo a la niñez y a la juventud, para que tenga información y formación de calidad, con sentido más científico y literario para que pueda analizar con libertad y ejercer la crítica racional, haciendo en su momento ciudadanía.

Como católico, sin dejar de ser romántico  o de imaginarme un mundo indígena maravilloso, al aire libre, sin  más límites que la capacidad para caminar, sin más restricciones para actuar que el acceso a la comida natural de nuestros ancestros, sin tantos etcéteras que se idealizan sobre la vida indígena, y lamentando la extinción y  sus diversas causas, considero que es muy loable lo que los misioneros jesuitas hicieron en la California, ahora Baja California Sur, porque en tantos sentidos nos dejaron un gran legado cultural inenarrable en este espacio. Por eso reproduzco lo escrito por don Pablo L. Martínez en su libro Historia de Baja California, publicado en 1956, respecto de la obra de los jesuitas expuso: “No obstante las invectivas de Gálvez y la publicidad con que quiso el gobierno español justificar la medida tan radical tomada contra la organización iniciada por Ignacio de Loyola, no cabe duda de que mientras con mayor conocimiento se analiza la obra realizada en California por los jesuitas, más se le estima y en más alto grado se justiprecia lo que allí hicieron.  Nosotros vemos en esta labor la realización de lo imposible que antes de ellos nadie había podido vencer.  Y conste que no hablamos aquí de los jesuitas como héroes divinos, ni siquiera pensamos de ellos, al trazar estas líneas, que eran sacerdotes; los vemos simplemente como hombres, como seres humanos comunes, pero a quienes reconocemos resortes espirituales de extraordinario vigor, que les dieron fuerzas bastantes para dominar un desierto de piedra, donde encontrar un venero era de excepción y donde los habitantes vivían en un atraso de milenios.

“Es cierto que el indio, en favor del cual se intentaba la conquista salió perdiendo con ésta, puesto que con ella empezó a caminar rápidamente a su extinción; pero esto no fue culpa de los jesuitas, sino de la violencia con que trató de exigirse a la naturaleza humana de los californios un cambio de vida físico y mental. La naturaleza no da saltos, dice un proloquio latino; y esto está probado plenamente en el caso de nuestros indígenas peninsulares.  Los mató el contacto con la cultura y las costumbres, con las enfermedades y con los vicios de los blancos.

“Hacer sumas y restas de centavos en cuanto a los trabajos de la Compañía de Jesús en California es desviarse del verdadero interés de ellos e ignorar su importancia como cosa perdurable y eterna.  Decimos esto tomando en cuenta opiniones y juicios que hacia tal rumbo derivan con frecuencia, juicios que, según nuestro criterio, se basan en apariencia dictada por la política de ayer y la de ahora.  Nosotros creemos que el valor positivo de la penetración jesuita en Baja California subsistirá a través de las edades; y que las dimensiones de dicha obra se agigantarán más y más al ser conocidas en su justa dimensión.”

 

Domingo Valentín Castro Burgoin

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