Uno nunca sabe nada… Compilación y reedición de imagen por Sergio Ávila R. Por Mélida Ojeda López

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Un día, cuando tenía 64 años, el profesor V. escribió: “desde ahora, la única historia que me interesa es la futura”. “Suena bien”, pensé, pero el hecho es que, en mi caso, cada vez despiertan más mi curiosidad los sucesos pasados del mundo, el país, la región, la ciudad… y por ahí es probable que lleguemos a nuestra propia historia, la personal.

Se me ocurrió pensar en esto, tal vez porque ahora soy yo quien tiene 64, (68), pero todo indica que me siguen interesando las cosas del pasado. Por decir: me parecen bellos los escenarios de mi infancia, adolescencia y juventud, con los personajes que poblaron mis días, que vuelvo a evocar, muchas veces con gran placer. O con una nostalgia que no es triste. Por cierto, tengo que buscar con más atención las cosas lindas que vinieron después, ya se sabe, cuando me volví adulta y tuve que hacerme seria y formal, o casi.

Pero de pronto me doy cuenta de que tengo la obligación ya no de solazarme en la retrospección, sino de pensar también en mi historia futura, que, a todas luces, será un camino de lejos más breve que el andado hasta hoy. Y, como no puede evocarse, se trata de construirlo, ya con una conciencia plena de algo que antes ni se me hubiera ocurrido: mi propio fin. Y he puesto manos a la obra, porque uno nunca sabe nada. A ese respecto, me refiero.

Me he dado a la tarea de pagar mis deudas, no las financieras, ya que, como no soy sujeto de crédito, no las tengo. Pero sí de aquello que pude haber hecho por aquellos a quienes he amado (mi gente), y no lo hice.

También dedico largas horas a ordenar mis papeles, que no son, en su mayor parte, documentos ni oficios de nada. Son, más bien, recortes de notas de prensa que guardé para leer después, y muchos ahí siguen, intactos (los hay con fechas de hace treinta años). Viejas cartas que, de verdad-verdad, me hacen viajar en el tiempo; notas manuscritas que he copiado de periódicos antiguos (ni dudarlo, el afán por las cosas del pasado me persigue).

Pero esta labor tiene su encanto, ejemplo: por El Heraldo del 44, me enteré de que en el baile de fin de año del Hotel Caesar’s, que entonces era el de postín, en el menú habría coctel de camarones con aguacate, lo demás lo olvidé, pero sí me acuerdo bien que la orquesta sería conducida por don Carlos Cabezud, sudcaliforniano de origen, todo un personaje en la historia de la música del viejo Tijuana, creador de una ópera, ni más ni menos.

Y hay además una gran cantidad de artículos de separé de la colección de revistas Siempre! de mi padre, que parten de los años cincuenta, escritos por las mejores plumas de la época, que pertenecían a los periodistas más lúcidos e interesantes, encabezados por José Pagés Llergo.

En fin, seguiré aplicándome, aunque mucho de lo que encuentre sea para ahorrarles a los míos el trabajo de tirarlo a la basura. Ah, otra de las tareas pendientes que quisiera llevar a término es un trabajo con pretensiones de literario, que se pueda ver entre la gente.

Yo creo que el fondo de todo esto es que quiero adornar mi recuerdo, o más bien, el que de mí tendrán los que me sobrevivan.

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