Érase una ciudad de migrantes… Compilación y reedición de imagen por Sergio Ávila R. Por Mélida Ojeda López

Érase una ciudad de migrantes, al sur de la frontera, entre el mar, lomeríos y cañadas. De todos los puntos cardinales llegaron los perseguidos de la guerra, los que supieron de exterminios, los que sobrevivieron holocaustos y también aquellos a quienes el cielo no fue propicio, ya se sabe, un rostro de tantos del infortunio humano: heladas, sequías, cosechas perdidas. Y llegó también gente con afán de remontar horizontes, con alma de pioneros, aventureros y hasta forajidos. Marcha dilatada, constante, como agua que cae gota a gota, como lluvia de verano o como aguacero torrencial…

¿Y qué buscaban, sino un lugar para plantar su tienda y poder vivir y alimentarse y ver crecer a sus hijos y soñar posible un destino luminoso? Una vez alguien soñó que la tierra sería una sola, compartida por todos. Los sueños de los mejores han versado siempre sobre la fraternidad de todos los hombres.

Érase una ciudad de migrantes, al sur de la frontera, entre el mar, lomeríos y cañadas que acogía en su seno al peregrino de la angustia y la esperanza, y se fue haciendo robusta y era como las mejores madres, esas cuyo amor alcanza aun para los hijos que no han nacido de su entraña.

Y en la segunda era, tiempo hubo en que la ciudad fue “más joven que la mayoría de sus habitantes”, y pasó un siglo y poco más desde que todo empezara. Y quienes iban llegando, muchas veces provistos solo de su ímpetu y su fuerza de trabajo, luego recordarían sus historias:

“Era el año 46, para ese tiempo ya había pepenado yo los veinte años y todo era muy crítico en mi tierra, no había trabajo. Me dijo una tía que vivía en aquellos rumbos: “Oye, mijito, ¿no te gustaría venirte pal Norte?”, “Pues sí me gustaría, pero cómo me voy a ir si no tengo con qué? “No te preocupes, yo te voy a mandar el pasaje, si tú tienes visión, si tienes ánimo de hacer algo, en esta parte vas a despertar.”

Se alborotaron también dos primos hermanos míos, uno vendió una becerra, el otro vendió un caballo. Hicimos cinco días de camino en carro, pura terracería, pura brecha. Llegamos casi sin cuero en la cara, tostados, quemados. Yo traía mi mochilita, unas dos cobijas de esas que miras las estrellas y un anillito de ropa”. Esto lo contaba cuando era ya un hombre viejo, mirando en retrospectiva una vida plena y de bien; hoy duerme guarecido por la tierra que lo adoptó.

Distinta en grado de sofisticación  y distante en el tiempo, pero igual en cuanto a la condición de migrante del protagonista, es la historia de un artista que vino del sur, muy del sur, es más, de otro país, con su contrabajo, no bajo el brazo ni a cuestas, pero con su contrabajo: “La verdad que yo ignoraba dónde estaba la ciudad y cómo era, busqué fotos en el internet, pero en esa época no había tanta información, así que llegué y fue como una ciudad más… terminé quedándome y hoy en día me atrevo a decir que la siento como mi casa”. Y un colega suyo, proveniente del sur también, pero no tanto, dijo alguna vez:

“Llegué y vi la ciudad, esta frontera es única. Yo nunca había visto este tipo de ciudad, tan cosmopolita, pero a la vez tan provinciana, no es esa urbe gigantesca en la que te pierdes. De pronto llegar y ver un cielo limpio, viniendo de la Ciudad de México, un atardecer muy rojo, gente de todos lados, ese spanglish. No puedo decir que me haya encantado, fue más bien como una duda, ¿qué es esto?, ¿dónde estoy?… pero llegado el momento no pude irme, creo que me dieron agua de la presa o algo así?

Y así, un millón y una historias…

Érase una ciudad de migrantes, al sur de la frontera, entre el mar, lomeríos y cañadas, y pasaron más de cien años desde que todo empezara y era como las mejores madres, hasta que un día…

…Llegó una caravana de “vidas rotas”, hombres, mujeres y niños en condiciones  precarias, huyendo de la miseria, del miedo, de la falta de oportunidades, de la violencia…  de manera harto distinta, ya se sabe, pero, al igual que nuestros amigos de las microhistorias precedentes, igual que todos nosotros o nuestros ancestros, buscando aquello a lo que todo ser humano tiene derecho: pan y felicidad…  ¿ilegales? ¿de verdad nosotros podemos condenar tajante e inmisericordemente a los ilegales? Y de todas maneras tal adjetivo no demerita su condición de seres humanos…

 

“¡Váyanse, váyanse! ¡Que se larguen!!!” La hasta entonces dulce voz de dama “X”, modesta trabajadora llegada del ex DF a la ciudad fronteriza, y de mala, muy mala memoria (olvidó aquel infame lema Haz patria, mata un chilango), tornose dura y cruel: “¡Váyanse, váyanse, no queremos gentuza!” ¿Gentuza? eso quiere decir gente despreciable… o sea que la ex dulce dama “X” se siente superior a ellos… ¿superior? ay, nena, ni siquiera sabes que esas palabras despiden tremendo tufo fascistoide…

 

Y todo este clamor (porque triste e irónicamente, muchos en la ciudad formada y engrandecida por migrantes, se han unido a ese sentir, que es de odio), clamor construido a base de prejuicios, sobre generalizaciones y hasta de humor sangriento y estúpido que hace chistes con el dolor encajado en la carne y el alma del prójimo…

Yo pregunto ¿por qué no se hacen oír más las voces de aquellos con genuinas convicciones humanistas? ¿por qué miran a otro lado?..

Viene el invierno y viene el frío, no hay alimento ni agua ni cobijo que alcancen…y también está la carga tremenda del desgaste emocional. ¿Comimos hoy tres comidas calientes, dormimos en lecho mullido y bajo techo? Entonces no juzguemos… recordemos la parábola: “¿Cuál piensas que demostró ser el prójimo del que cayó (en desgracia)…/ el que se compadeció de él, contestó el experto en la ley / Anda entonces y haz tú lo mismo, concluyó Jesús”…

El amor y la razón (no uno sin la otra) deben prevalecer; el día que pierdan la batalla, triste será la ciudad, la tierra y la humanidad entera.

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