Las llamas, lenguas amarillas, lamen el rostro: ojos de miel, labios, mejillas… cenizas. Lamen también el cuerpo de alabastro: torso, brazos, caderas, piernas… cenizas. Cenizas, ¿qué edad tienes, Gerardo Alba?
El tiempo es un pozo sin fondo. Vamos, muchacho, eres el mismo, reconócete, separa la cortina de los días, la siguiente y muchas más hasta llegar al que eres hoy ―el hoy que fue ayer―, escondido en algún recodo de los años. Vamos, muchacho, ¿qué imagen te devuelve el espejo del agua?
Pero el fuego se convierte en lenguas que devoran. Devoran miradas, devoran sonrisas. Tus ojos están llenos de lágrimas, ¿por qué lloras, mi muchachito?, ¿qué edad tienes, Gerardo Alba?
Los niños juegan y hay que disciplinarlos: ¡derechitos! ¡uno, dos, uno, dos, uno, dos! El sueño de los intolerantes también es hermano de la muerte (pero de una muerte innoble). ¡Que no perturben el sueño de los intolerantes!, ¡que nadie explore caminos diferentes! Uno, dos, uno, dos, uno, dos,,,
En nombre del orden y de las buenas costumbres, nosotros, los impolutos, nos hemos erigido en jueces y condenamos, nos hemos erigido en verdugos y ejecutamos: a la risa primigenia, al poeta, a la belleza… ¡todos a la hoguera! (disimulemos).
Este no es un fuego ritual, ni es el fuego de la pasión amorosa, y aquel llanto procede de la región del dolor, cuanto más joven, más indefensa. ¿Qué edad tienes, Gerardo Alba?, ¿doce?, ¿trece?
Remueves los restos de tu pequeña tragedia: el mundo en un grano de arena. Repites, sin saber, la Historia. ¿También tú la trivializarás algún día?, ¿te pasarás a la otra fila? Pero aún tienes el corazón tierno y nada en ti se ha fosilizado, ni el temor; nada en ti se ha fosilizado, ni la culpa, ¿de qué te acusan, mi muchachito?
Había una vez un niño que sentía temor del infierno y culpa por el deseo, y el pobre era muy desdichado. Pero he aquí que un día llegó un hada. Como todas las hadas, esta también era bella y tenía una hermosa voz que cantaba. Y entonces el niño aprendió a cantar y encontró una llave que abría la puerta de la felicidad. ¡Gran hallazgo para cualquiera!, pero hay que recordar que nuestro héroe era muy desdichado, así que con su llave tocaba el cielo, hasta que un día…
―¿Qué escondes ahí, Gerardo? ―preguntó la madre Aurora (en la escuela, se entiende).
― Nada, madre, de veras.
― Sí, madre ―terció un enano perverso― ¡trae la llave de la felicidad!
―¡Entrégamela! ―ordenó el pingüino.
―¡Nooo! ―chilló la criatura.
―¡Permanecerás en este salón de clases de sexto de primaria toda la eternidad y bajo mi tutela, si no me la das ahora mismo! ―bramó la malvada bruja (que tenía infinidad de rostros).
Acorralado, el muchacho entregó su tesoro con gran pesar, y en cuanto aquel ser lo tuvo entre sus manos, lo hizo pedazos ante los azorados ojos de todo el grupo.
―¡Vieja hija de la chingada!, ¡maldita! ―gritó Gerardo dolido como una bestezuela herida.
Ni tarda ni perezosa, la monja lo pescó del cabello y lo llevó arrastrando ante el Supremo Tribunal de la escuela.
―¡Expulsado! ―dijo la Superiora, y volvió a sus asuntos.
En un apartado rincón del reino, lo acontecido llegó a los oídos de la madre del doncel, quien, furiosa contra su hijo, se presentó en la fortaleza a implorar que lo perdonasen.
―Concedido ―dijo la Superiora. Y le extendió una hoja con la lista de castigos.
El sol desaparecía en el horizonte cuando el chico caminaba hacia su casa de regreso de la escuela, con el corazón oprimido y sin imaginar lo que aún le esperaba.
Al dar vuelta a la esquina vio a sus hermanos y a sus vecinos rodeando una fogata. Algo presintió y corrió hacia ellos, solo para alcanzar a ver cómo el fuego devoraba, ya sin remedio, multiplicado por mil, el rostro de su hada, sus ojos, la sonrisa, el cuerpo de alabastro y hasta la canción.
No era un fuego ritual, ¿o sí era? No era un fuego de amor, ¿o sí era? ¿amor distraído?
Cenizas… cenizas… cenizas… ¿Qué edad tienes, Gerardo Alba?, ¿por qué lloras, mi muchachito?