Con aroma de pólvora quemada Por Sergio Ávila R.

No obstante haber transcurrido ya varias décadas, aún se me dificulta aceptar que, un grupito de amigos se reunía con mi papá en casa a practicar tiro al blanco, al final del patio colindante con el 14º. Batallón de Infantería, en ese entonces ubicado en calles Revolución y Degollado.  Resonaban los disparos de las escuadras Colt y los revólveres Smith & Wesson. Las balas pegaban en la barda del cuartel y, sin novedad.

Al parecer, para los centinelas este hecho no representaba ningún problema, o tal vez estos tiradores tenían permiso de un señor que vivía a media cuadra de mi casa; el General Petronilo Flores Castellanos, Jefe del Estado Mayor de la Zona Militar y Gobernador del Territorio de Baja California Sur. Cuando éramos niños, mi hermano Clemente, -un año mayor que yo- solíamos ir a jugar con sus hijos Roberto y Jorge. Una tarde que llegó a su casa el padre de ellos, a mi hermano y a mí nos hizo unas preguntas mientras nos dirigía una inquisitiva mirada… luego expresó sonriente: “¡Buenos muchachos!”.

El 4 de abril de 1957, encontrándose el gobernador Petronilo en funciones expiró –de muerte natural- y, el 18 del mismo mes lo suplió el Teniente Coronel Lucino M. Rebolledo. Él y mi padre, el Ing. Clemente Ávila Muñoz pertenecían al Club de Leones donde se hicieron buenos compañeros. Como una muestra de aprecio, don Lucino le regaló a mi papá un paquete con seis pistolas; entre ellas una escuadra pavonada calibre 22, un revólver 32, otro calibre 44, ambos niquelados, de aquellos de “maroma”, además otras que no recuerdo. Me había prometido que al llegar a la mayoría de edad me regalaría una de esas armas. Espere… y esperé… pero la pistola nunca llegó.

CUATRO AÑOS DESPUÉS. Fue un domingo del verano de 1961, cuando La Paz, Baja California Sur, con sus escasos 30,000 habitantes hacía honor a su nombre. Esa mañana le pedí a mi papá que me aceptara acompañarlo al Club de Caza, Tiro y Pesca “Gavilanes”, inaugurado hacía poco tiempo en un terreno de “El Mezquitito”, pues a iniciativa de un ex revolucionario, gobernador del Territorio de Baja California Sur, Gral. de División Bonifacio Salinas Leal [1959-1965], el antiguo stand de “Palmira” quedaba en desuso.

Aceptó mi petición y, en su Chevrolet modelo 1956 rojo y blanco nos dirigimos a la casa de uno de sus amigos y a la vez compadre, mismo que portando una escuadra niquelada al cinto ya nos estaba esperando de pie en el porche. Este caballero le llevaba a mi padre algunos treinta años de edad, pues mi progenitor era dado a convivir también con gente mayor que él.

Los domingos solía yo ir al matiné [función de cine por la mañana], pero si acaso lograba enterarme a tiempo que mi padre iría al club, optaba por irme de colado con él, pues me daba la oportunidad de hacer unos disparos con un rifle calibre 22; que bien recuerdo compró en la cantidad de $300.00 en la armería de don Esteban Ortiz, ubicada entonces en calle Madero/ Independencia y 16 de septiembre. Un arma tan certera como no he conocido otra, misma que aparece en el recuadro de la imagen. Y entonces los tres enfilamos por la carretera al sur…

Entre los socios del club de aquel entonces recuerdo a los señores Ramiro Alvarado, ing. Humberto Quiroz Cárdenas, Francisco “Pancho” Olachea, Carlos Navarro de Alba, Cap. Enrique Aguilar Morales, un señor apellidado Leana Rojas, otro a quien llamaban “Güero” Cañez, etc., que debido a las brumas del tiempo no alcanzo a distinguir, pues el que esto escribe apenas cursaba el 5º. año de primaria.

Ese viejo campo de tiro de “Palmira” se ubicaba cerca del mar, cuyo stand estaba formado por una gran enramada rectangular con alta techumbre, y en uno de sus costados ostentaba una cerca formada por carapachos de caguama, que iban sumándose después de que los domingos era disfrutado un quelonio, cocinado “a la greña”  servida sobre su propio caparazón y, el pecho recostado sobre dos varillas clavadas en la tierra, al calor de las brasas de carbón de mezquite, avivadas por la brisa de la cercana bahía.

Años antes, como actividad especial fue lanzado un avión de madera desde lo alto del cerro de “La Calavera”, rumbo a la línea de tiro para que los presentes, de manera individual, le dispararan con su rifle calibre 7mm. Aquella ocasión le tocó el turno al señor Fernando “Charol” Ramírez y, de los cinco cartuchos con que cargó su arma, logró acertarle dos balazos al volador artefacto.

Algunos de los tiradores alegaban -en broma- que ese logro representaba todo un acto ventajoso. ¿Por qué? Pues porque ese ganador había participado en muchas batallas como defensor del presidente Francisco I. Madero. O sea, que el ex revolucionario Ramírez tenía un poquitito más de experiencia que ellos en el manejo del Mauser.

Uno de tales días, a este añorado stand llegó de visita un grupo de “Materiales de Guerra” con los mejores francotiradores del Ejército Mexicano. Su labor consistía en practicar generosamente el tiro diariamente y, hacer exhibiciones de su destreza en todos los estados de la república.

Ellos venían bien apertrechados con una serie de colchones, apoyos y coderas. Mi padre, sin más equipo que su ánimo y su rifle Mauser deportivo les ganó a todos ellos. Tal vez de momento a los francotiradores no les vino en gracia, pero al fin militares tenían que disciplinarse. Y para demostrar que no había ningún enojo, esa noche invitaron a mi padre a cenar al hotel “Perla”.

Le propusieron que se uniera a ellos y le otorgarían grado de Oficial, a lo que respondió: “Señores, muchas gracias por la distinción, pero aquí tengo mi familia y mi trabajo”. Entonces, a una orden del jefe, un soldado dio media vuelta y regresó con una caja de 1,000 cartuchos calibre 7 mm. Al entregársela le dijo: “Ingeniero, de todas maneras le vamos a regalar este parque, para que siga tirando”.

Y llegamos al nuevo stand; piso de cemento y techo de asbesto, con baranda de madera en la línea de tiro, con espacios numerados, sobre la cual los socios colocaban su pistola y parque. A la derecha había una bodeguita, que en esos domingos se convertía en expendio de refrescos “Peñafiel“, y moderadamente cerveza “Tecate” en bote. Sanitarios impecables, largas bancas de cemento a dos niveles, para los visitantes y tiradores esperando su turno y, al fondo del campo una amplia barda de ladrillo para la retención de balas.

Al igual que en el anterior campo de tiro, las competencias consistían en acumular puntos mediante el “Tiro a la diana” con rifle y pistola ambos en calibre 22 y, también con rifle 7mm; “Tiro al bote”, haciendo avanzar un bote de cerveza vacío disparándole con pistola, no directamente sino un poco abajo para que se elevara sobre el suelo; “Tiro a la gallina”; “Tiro al guajolote”, utilizando en todo ello el calibre 22. Pero sin duda alguna, las competencias más emocionantes eran mediante rifle calibre 7 mm en el “Tiro al chivo” y “Tiro al borrego”.

El día en que se inauguró este stand, al primer borrego mi papá le acertó un tiro a 600 metros de distancia. Cuando los comisionados llegaron a revisar al animal tirado en el suelo, por ninguna parte le encontraban huella del impacto, pues estaba muy lanudo y, en broma dijeron que ese borrego “había fallecido de un ataque al corazón”. Por fin descubrieron que esa bala había entrado en medio de un costillar. En mi casa, parte del animal fue preparado a la parrilla y lo saborearon varios compañeros socios. Por estas fechas mi padre era presidente del club “Gavilanes”.

Ahora bien, estaba yo sentado en una de esas bancas, momentos en que se estaba efectuando el “Tiro al bote”… A mi izquierda se encontraba aquel señor a quien sus amigos llamaban “Güero” Cañez. Al sonar un disparo, repentinamente un gesto de dolor se dibujó en su cara, sobándose desesperadamente su brazo derecho; poco después recogió el proyectil achatado y, en su mano, sonrientemente empezó a agitarlo de arriba a abajo soplándole para que se enfriara. Dos metros a la derecha y esa bala me hubiera dado a mí.

Uno de tantos domingos anteriores, un señor muy serio, de cabello y bigote cano se hallaba sentado en una de las bancas, observando con atención la buena, regular o pésima destreza de los diversos tiradores. De igual manera, en esos instantes se estaba tirando al bote. De repente se dejó escuchar en voz alta: “¡Al Gobernador le pegaron un balazo!”

La persona aludida se retorcía arqueando su cuerpo hacia atrás… Falsa alarma. Simplemente otra bala rebotada, que le había caído precisamente entre el cuello de la guayabera y la camiseta, bajando por la espalda del ex revolucionario, General de División, Bonifacio Salinas Leal, -quien en otros tiempos había tomado parte en la toma de Monterrey, batallas de Celaya y Aguascalientes, entre otros encuentros.

Debo declarar, que yo no fui testigo presencial de este hecho; creo que fue al mismo señor Cañez, a quien aquella ocasión escuché contarle a sus compañeros esta anécdota del Gral. Bonifacio, una vez que se había recuperado del susto.

Digno resulta recordar a otro gran ex revolucionario, el Gral. de Div. Agustín Olachea Avilés, quien fue gobernador del entonces Territorio en dos ocasiones [1929-1931 y 1946-1956]. Entre muchos encuentros, a don Agustín le tocó formar parte en las batallas de Ciudad Juárez, donde Álvaro Obregón derrotó a Francisco Villa y su División del Norte. Después fue Secretario de la Defensa Nacional en el sexenio del presidente Adolfo López Mateos.

Conservo el original de un oficio fechado el 14 de enero de 1963, donde por orden de este Secretario de la Defensa Nacional, a mi papá -a quien estimaba y le decía “Hijo”-, le envió para su seguridad y legítima defensa, una licencia de portación de su revólver Ruby Extra calibre 38, con vigencia en toda la República Mexicana.  Jamás hizo mal uso de esa arma, sólo la utilizaba cuando por razones de trabajo salía a algún otro Estado y, para protegerse de algún peligro que pudiera surgir en el corazón de los montes sudcalifornianos, que es donde mayormente transcurrió su vida laboral.

Y así, aquel veraniego domingo de 1961, al concluirse la “tirada”, como solía decirse en esos tiempos, regresamos a casa. Bueno, eso pensé. Cuando íbamos transitando por la calle Isabel la Católica, mi progenitor giró el auto hacia la izquierda, creyendo yo que iba a dejar a su amigo-compadre, que por ese rumbo vivía, pero no fue así, pues siguió de frente y se estacionó junto a un jacalón en calle Juárez/ entre Altamirano y Ramírez.

Era un lugar con paredes de “masonite” y techo de palma, cuyo letrero decía: “El Palo Verde”, o sea, una cantina cuyo color hacía juego con el nombre del establecimiento. Ambos bajaron del auto, y me dijeron que muy pronto regresarían, que solamente iban a tomarse una cervecita. Subí los vidrios casi hasta arriba y sin pretenderlo muy pronto me quedé dormido. Ignoro de qué tamaño seria esa cervecita, pues transcurrió más de una hora y no regresaban. Serían como las tres de la tarde cuando escuché el “toc toc” en el cristal. Era el acompañante de mi padre gritando: “¡Despiértate, vamos a bajar las armas a la cantina!”

Desperté sobresaltado bañado en sudor y, enseguida le entregué su arma y la de mi padre, diciéndome que mi papá se había quedado dentro platicando con un ganadero, que necesitaba le deslindaran el terreno de su rancho. Se fajó la pistola de mi papá en un costado y la de él la llevaba en su mano derecha. Yo embracé el rifle de la manera correcta; llevándolo diagonalmente al frente, sujetándolo con las dos manos y con los codos pegados al cuerpo, pues así lo había aprendido en las películas Western del cine  “California”.

Me ordenó que yo fuera por delante, y me fue siguiendo a prudente distancia rumbo a la puerta de la cantina, que distaba unos diez metros desde la orilla de la calle. Como podemos apreciar en el recuadro de la imagen, el rifle que menciono tenía apariencia de carabina y, no obstante ser calibre 22 de un solo tiro, marca ITHACA, modelo M49, en esos momentos para mí era una carabina WINCHESTER calibre 44-40, de las que usaban los vaqueros del Old West.

Cuando crucé la puerta de la cantina, los parroquianos me dirigieron una sorpresiva y angustiante mirada. Entregamos las armas en la barra, que fueron guardadas en un cajón inferior de la misma. Los clientes siguieron bebiendo tranquilamente su cerveza. Y por esas cosas raras que suceden, el cantinero autorizó que yo permaneciera en la mesa que ocupaban mi papá, su compadre y el sr. ganadero.

Eran de aquellas mesas de madera maciza en color verde, y sillas con asiento y respaldo de cuero. El compadre de mi progenitor al verme todavía sudoroso me dijo: ¡Tómate una “Coronita”! No recuerdo si me la tomé o no. Creo que sí. Transcurrieron unas dos horas y, ahora sí todos volvimos a casa.

Y bien, ¿quién era este señor que me custodió hasta entrar a esa cantina? Tenía imperativa voz, tranquila aunque inquisidora mirada, y de paso firme y cadencioso. Lo único que yo sabía es que era un militar retirado. Al poco tiempo me enteré que se trataba del Mayor de Infantería Teófilo Bautista, que siendo un jovencito de 16 años, se había unido a las fuerzas de Venustiano Carranza, donde participó en distintas batallas.

Yo tenía diez años cuando entré armado a esa cantina acompañado por este personaje y, debido a mi corta existencia, en ese momento no valoré ese hecho en su real dimensión; pero seis décadas después, sigo pensando que: “¡no cualquiera tiene el honor, de que un veterano del Ejército Constitucionalista haya actuado como su guardaespaldas! “

[seravila1@hotmail.com]

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