El cochón de Enrique. Por Arturo Meza O. (Relato sanignaciano…)

EL COCHÓN DE ENRIQUE
Por Arturo Meza Osuna.
           El Dr. Enrique Núñez llegó a San Ignacio como pasante del servicio social, procedente de la UABC. Cuando terminó ese año obligatorio, se quedó en el pueblo porque le pareció bello y plácido, pero sobre todo, a causa de una bellísima mujer que, si bien lo amaba, no deseaba abandonar el pueblo de sus ancestros, así que Enrique se quedó con la mujer y a practicar medicina privada. Sin embargo la medicina privada no daba para vivir en San Ignacio, decidió entonces, rentar un predio de una huerta para edificar una granja porcina, una idea que venía desarrollando hacía tiempo. Estudió hasta el menor detalle y se lanzó al proyecto.

Después de fabricar las porquerizas, el siguiente paso era conseguir sus primeros ejemplares, un garañón por cada seis cochitas para iniciar la inversión –le aconsejaron- . El semental lo encontró en Vizcaíno, era un hermoso animal de unos 200 kilos de peso, fauces babosas, mirada torva, colmillos amenazantes, panza prominente y unas patas que cimbraban el suelo cuando caminaba. La personalidad de lo que se llamó en su tiempo “El cochón de Enrique” era imponente, todo un señor ¡el puta amo! Cuando le llevaron las seis cochitas, imaginó Enrique una depravada recepción, una maniática orgía, la porqueriza convertida en lugar de desenfreno y libertinaje. Nada. El Cochón ni se inmutó con el harem, como si viviera solo, ni las pelaba.
Se la pasaba dormido en una rara posición, boca arriba y patas abiertas, roncaba como bendito. En cuanto escuchaba el ruido de los baldes de comida se despertaba, atacaba como desesperado los depósitos, devoraba lo que le pusieran, al final raspaba las artesas con la lengua, mordía las láminas hasta que no quedaba un rastro de alimento, entonces dirigía la mirada hacia una esquina, se le venía una especie de vahído, se le doblaban las patas, volteaba los ojos y volvía a la posición habitual: boca arriba, patas abiertas. El problema era que muy cochón, mucha personalidad pero no montaba a las cochitas que insinuantes le hacían ronda, competían entre ellas por los favores del verraco pero nada, por lo tanto, no engendraba que era su única función.

Algo pasaba con el cochón, su astenia sexual no era normal de tal manera que Enrique decidió consultar a la ciencia, llamó a la UABCS al Dr. José Luis Espinoza, la eminencia en esos menesteres, andaba para Colombia, regresaría en 15 días, entonces acudió a expertos lugareños como Don Crucito Arce y el Firrichi Osuna. Tenían teorías diferentes acerca del desgano porcino: Don Cruz, después de explorar al animal, de observar la cicatriz quirúrgica resultado de la orquiectomía, concluyó que lo habían capado mal, que manos inexpertas habían cortado una glándula que se encuentre arriba de los testículos cuya función es estimular la libido cochística, que el asunto no tenía remedio, a menos que fuera inoculado con hormonas. El Firrichi como todo profesional solicitó ver en acción al cochón. Una vez que estudió la situación, la rutina, el alimento, el sueño, la mirada y la forma de caminar, al final lo exploró con un tacto anal y concluyó –muy seguro- que el animal era homosexual. –Devuélvalo a donde lo compró, doctor- agregó, mientras guardaba el estetoscopio.
Cuando llegó a Vizcaíno con el cochón a cuestas, el marchante se negó a aceptar la devolución. Enrique insistía que lo habían engañado, que el cochón no le era útil en esas circunstancias.

El vendedor decía que él no tenía la culpa, que eran cosas de la naturaleza, que él nada sabía de las preferencias sexuales de los humanos, menos de los marranos. Lo convenció con un ejemplo “es como si un hijo suyo fuera homosexual”. Puede que tenga razón – pensó Enrique y se lo volvió a llevar, no quería entrar en discusiones delicadas donde es muy fácil naufragar en la incorrección política. Había que abordar el problema con perspectiva de género. Pero el cochón le salía muy caro, los gastos de mantenimiento crecían cuanto más engordaba el semental así que llegó a la conclusión que había que sacrificarlo.
Pero el asunto, como en todo pueblo chico, trascendió los límites de los chiqueros y entró en la polémica familiar, primero, grupal después, luego se expandió al ámbito popular. Tanto se diseminó la trama del “cochi joto” que era objeto de corrillos y tertulias encendidas, polarizadas en tiendas, cantinas, escuela, iglesia, plaza: que si “solo porque es homosexual lo van a matar”, que “¿qué no tiene derechos?”, que “¿estamos en la Edad Media o que?” que “si no sirve, que lo maten” que “había que consultar al Papa”. No faltaron integrantes del orgullo gay con sus reivindicaciones, pintas y pronunciamientos anónimos, aunque todos sabían quiénes eran.

Corrió el rumor, nadie compraría la carne. Los ignacianos pensaban que se podrían contaminar, que comiendo chicharrones, chuletas o chorizo del cochón podrían cambiar sus maneras, que les empezaran a gustar los hombres y a las mujeres, las mujeres, la matanza sería un fracaso.
La solución vino del Firrichi, era muy sencilla. Lo matamos aquí, vendemos la carne en Santa Rosalía. Nadie lo va a notar –quien sabe que ha querido decir-. Así sea, dijo Enrique.
Esto dio por resultado que, en el pueblo, a todo aquel que trabajase poco, que dependiese del estipendio de su esposa, de una cómoda renta o herencia inmerecida, se le decía –se parece al “cochón de Enrique”. Con esta sentencia se criticaba la forma de vida de un muchacho que se había casado con una profesora, además de las clásicas habladurías en estos casos como “cheque te quiero, cheque te adoro” y otras corrientadas pueblerinas, le llamaban, acá, entre nos, “El Cochón de Enrique”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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