LA FLORENCE
Por Arturo Meza Osuna.
Margarito Mendieta Mero era una chucha cuerera en matemáticas, finanzas, leyes comerciales, trabajaba en el SAT de Hermosillo en una megaoficina cósmica, revisaba expedientes y archivos de las grandes empresas y sus impuestos. Dichas empresas tenían bufetes jurídicos especializados en encontrar cualquier resquicio que la ley les brindara para no pagar impuestos. Margarito era el encargado de descubrir y tapar esos huecos legales, de pelear con los bufetes, de acudir día con día a los juicios a que los orillaban, estas grandes empresas, en su afán por no pagar los impuestos que la patria les requiere. Si bien los bufetes de abogados eran muy buenos, dicen que Margarito era mejor. Se contaban triunfos estentóreos de Margarito, así como derrotas dolorosas, chapuceras y, en muchas ocasiones, complicidades de los jueces con las grandes corporaciones.
Era también reconocido por sus dotes culturales, especialista en los pintores del quattrocento, Masaccio, Piero de la Francesca, Fra Angélico, Boticceli, etc. conocía al dedillo la vida, la obra y hasta colaboraba con una fundación con sede en Florencia, Italia, que ayuda a proteger investigar, descubrir los retablos y cuadros del quattrocento. Sus conferencias sobre estos pintores eran memorables. Un experto internacional.
De cualquier manera, los abogados reconocían las habilidades de Margarito y preferían no encontrárselo en los juzgados. Muchas veces habían tratado de seducirlo con bienes y dinero, el tipo era duro y honesto. Ganaba lo suficiente, vivía bien, era soltero, le alcanzaba para sus gustos personales que eran: viajar y comprar ropa. A sus 43 años había conocido las principales capitales del mundo y sus monumentales closets de pared a pared, sus vestidores estaban llenos de la más fina ropa de mujer, tenía especial debilidad por los vestidos de cóctel con pedrería, las medias negras, el color rojo Ferrari y los pendientes, la colección de aretes era realmente maravillosa. Cuando se vestía de mujer tomaba el nombre de Florence. Por Florencia, la ciudad de sus amores.
El día que habría de salir a un festejo, una reunión de amigas, una cita prometedora, desde temprano pasaba por su casa la manicurista, en la tarde la maquillista y la peinadora de la peluca. Como a las tres empezaba con un baño de tina con burbujas y el resto era el vestido, las medias y la peluca. Una vez transformado, era una diosa.
Siempre era la mujer más bella, sobresalía entre todas como en aquella boda en Huatabampo. Llegamos temprano a la recepción que sería en el salón de “La Ganadera”, en cuanto localizamos el lugar nos fuimos a la plaza y nos sentamos a fumar, a hacer tiempo. Éramos cuatro mujeres, la Florence y yo. En medio de la plaza, frente a “La Ganadera” había un kiosquito donde vendían toda clase de golosinas, helados, fritos, cigarros, a decir de los huatabampenses, Doña Consuelo, la dueña del kiosquito, era una especie de gacetilla de la ciudad. No había rumor, chisme, mitote que Doña Consuelo no supiera, encerrada en el kiosquito todo el día, nadie se explicaba cómo, la doña se enteraba de todo lo que pasaba en Huatabampo y sus alrededores.
Esta ocasión Florence llevaba un maravilloso vestido rojo con raja en la pierna, zapatillas doradas, la peluca rubia, pendientes que hacían juego con un collar de perlas, se dirigió al establecimiento, caminó junto con una de las muchachas para comprar unos cigarrillos, la doña las vio desde que se levantaron, las siguió con la mirada, les auscultó todos los detalles que pudo hasta que llegaron –el vestido, la cabellera rubia, las zapatillas, el caminar garboso, la distinción, la blancura, la talla, la belleza, la perfección- hasta que pidió La Florence –unos cigarrillos-
Algo no concordaba con todos aquellos detalles que Doña Consuelo había inventariado en el corto instante que La Florence y su acompañante caminaron rumbo al puesto: la voz. Todo lo demás era perfecto, menos la voz. Ahí fue donde las alarmas de Doña Consuelo se encendieron y quería saber más de la ilustre visitante. Su naturaleza comunicativa, curiosa, indagadora, le instigaba a saber más del ejemplar humano que tenía enfrente. Mientras buscaba los cigarros pensaba como hacerle plática -meter aguja para sacar hilo- entablar una conversación para investigar orígenes, residencia, género, edad, todo cuanto se pudiera.
Era tan deslumbrante la belleza de la Florence que la doña estaba medio ofuscada y no se le ocurría una pregunta que provocara la conversación antes de despachar y cobrar los cigarros. Hasta que la tuvo de nuevo de frente fue que se le ocurrió – ¿ustedes son alemanas, muchachas?- -No- respondió Florence –somos putos.
Se le quitaron las ganas de preguntar.
+++.–